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Los raros
Ángeles Santos, la mujer que convocó un mundo
Por Esther Peñas
20/07/2018
Acaso uno de los acontecimientos que proporciona el museo Reina Sofía sea albergar ‘Un mundo’, de la pintora Ángeles Santos (Portbou, Gerona, 1911-Madrid, 2013), un cuadro cuyas dimensiones no son tanto físicas, que también (es un óleo sobre lienzo de 290 x 310 cm), como metafísicas.
Biselado entre el surrealismo y el realismo mágico (término que, si bien hoy se emplea casi en exclusiva en el ámbito literario, fue instituido por el crítico Franz Roh para designar a aquella pintura opuesta a lo místico, capaz de descubrir el misterio en lo cotidiano), ‘Un mundo’ es uno de esas geografías poéticas en las que perderse es regresar al origen: bien siguiendo el camino descendente de esas doncellas que prenden del mismo sol la llama que enciende las estrellas, bien acomodándose en el grupo femenino que se recoge en uno de los ángulos, mujeres lampiñas tocando diversos instrumentos, cual Cecilias santas arrebatas, coronadas por la maternidad. El mundo es un cubo imperfecto. Un paralelogramo distorsionado y capaz de sí desde lo imposible de su articulación. El mundo es una pieza con esquinas, esbozado en sus afueras y custodiado por ángeles de cabellos negros para aproximarse a los que cantó más tarde Machín. Todo queda en suspenso latiendo desde lo ingrávido de lo creado. El mundo. Un mundo. El suyo.
Santos explicó que esa inagotable forma plástica nació de la lectura obsesiva de unos versos de Juan Ramón: «[…] vagos ángeles malvas / apagan las verdes estrellas / Una cinta tranquila / de suaves violetas / abrazaba amorosa / a la pálida Tierra». El Nobel, al ver el lienzo (en realidad dos lienzos unidos, dado su dimensión), quiso conocer a la pintora, al igual que Lorca, que Jorge Guillén, que Gómez de la Serna, a quien ya unió una hermosa relación epistolar.
¿De dónde salía esa señorita de provincias que hacía uso de una insolencia casi cósmica en su pincel? ¿Quién era Ángeles Santos?
Nacida en Gerona, la profesión del padre –funcionario de aduanas- condiciona el trasiego domiciliario de la familia, primero trasladada a Salamanca, después a Valladolid, Ayamonte, Huelva, Valladolid de nuevo.
Sin haber cumplido la mayoría de edad, el Ateneo de Valladolid le dedica su primera exposición individual. Allí se pudo ver ‘Autorretrato’. Desafiante, desenfadado, con un aplomo y una naturalidad casi desvergonzados. Una pintura de factura exacta, de alma espléndida (studium y punctum, que diría Barthes). Otros: ‘La tía Marieta (Vieja haciendo calceta’), ‘Anita y las muñecas’, ‘La marquesa de Alquibla’ (tan a lo Tamara de Lempicka)… y, por supuesto, ‘Tertulia’, su otra opus magnum, que también habita en el Reina Sofía. Un angosto espacio en el que cuatro mujeres fuman, leen, miran, divagan… contorsionistas de un movimiento existencial, casi ascético, parecen reivindicarse en la presencia. Cómo no pensar en su coetáneo Gutiérrez Solana, en su ‘Tertulia en el café del Pombo’, con ese feroz hieratismo. Por contraste. ¿Qué nos están contando estas mujeres en su tertulia? ¿De dónde saca esta señorita de provincias esta visión enredada de analogías, de bruma de acertijo?
“Alguno se acerca a un lienzo y mira por un ojo y ve a Ángeles Santos…Huye. Viene. Va. De pronto, sus ojos se ponen en los ojos de las máscaras pegados a los nuestros. Y mira, la miramos. Mira sin saber a quién. La miramos. Mira”. Juan Ramón Jiménez. Son los tiempos de Maruja Mallo, de Remedios Varo, de María Sorolla, de Rosario de Velasco. Pero Ángeles Santos.
Pinta de manera neurótica, apenas come, apenas duerme, apenas nada salvo pintar, que ocupaba el casi todo. ‘Pensativa o La niña de los huevos’, ‘Un sueño (alma que huye de un sueño)’, ‘La niña muerta’… No puede más, se rompe. Su familia la interna en un psiquiátrico. Dos años. Si Gómez de la Serna no hubiera hecho pública su queja en la prensa, quién sabe qué. Pero Gómez de la Serna la cuidó, la admiró, la encendió la lumbre cuando el frío. Y consiguió que la sacaran del psiquiátrico. ¿Quién volvió, Ángeles Santos? No exactamente. Parece que lo intentó, retomó la pintura, pero reutilizó cuadros terminados para pintar otros nuevos. Otros nuevos que ya no pertenecían a su mundo, a ese mundo de escaleras que descienden imantadas de lo sagrado. Se agota. Se rinde. No quiere pintar. Ni mancharse.
En 1935 conoce al también pintor Julián Grau y todo cambia. Pasa de ser artista, pintora, poeta, a convertirse en mujer de pintor, en madre de pintor. Cuando vuelve a blandir el pincel, algo se ha desdibujado para siempre, la fuerza, lo onírico, la sugerencia… sus cuadros se vuelven insulsos, inexpresivos (basta acercarse a los autorretratos de esta época). Julian Grau contagia de ‘lo alegre, lo leve’ a lo alucinado de Santos. Ni rastro de lo metafísico, de lo surrealista, del realismo mágico… lo visionario ha enfermado de dioptrías. Hay un ojo seco que pinta, y la mirada interior no encuentra hendidura. Sólo jardines, alacenas, flores burguesas, niños bien. Ni huella de aquel don que Gómez de la Serna sintetizó en sus escritos: “las suyas son iluminaciones de la realidad, equilibrios en que la realidad se extasía y queda horas prendida”. No volvió a jugar con las niñas filiformes de aquel mundo… Su estilo se tornó convencional.
Murió a punto de cumplir los 102 años. Ella. Ángeles Santos. Interpela una mirada secreta, sorteada de vericuetos, esa dignidad de soportar lo que pesa y es irremediable. Su tertulia, su mundo, sus marquesas, sus niños muertos, sus muñecas. Nos queda el testigo de haber robado la llama del genio y prenderla, como hacen esas sibilas que conjuró en los peldaños de una noche de fulgor.
De Santos resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados de este poeta, ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.